sábado, 28 de enero de 2017

Una vida de letras




Sentada en el sofá azul de la salita simulaba que escribía, pero en realidad acariciaba las teclas de su portátil con desidia, sin el orden necesario para componer un texto. De vez en cuando se dejaba ganar por la distracción sin disimulos y giraba la cabeza, buscando con los ojos y el alma fuera de la casa, en la terraza. No miraba los edificios de enfrente, miraba el espacio en sí, limpio e inconsistente, vacío de preocupaciones y dolor.

Había pretendido que todo siguiera igual, que las rutinas volvieran a instalarse en su vida rota en un plazo de tiempo insuficiente; estaba pagando el precio. Lejos de ser una terapia para la mente, como había supuesto, escribir era una tarea más que la sobrecargaba y la agobiaba. Más plazos que cumplir, más necesidad de concentración, más compromisos, más palabras a su alrededor cuando solo quería dejarse llevar por el silencio. No era por la reciente ausencia en su vida por la que no terminaba de centrarse, sino por otra aún más penosa y que era consecuencia de la primera: la suya propia. Sabrina ya no estaba, no como solía al menos. Se sentía vacío puro.

Algunos de sus lectores comenzaron a decirle que notaban sus letras diferentes, que sus historias se habían vuelto repentinamente “oscuras”. Ella aceptaba los comentarios con una sonrisa marchita que nadie acertaba a interpretar. Si se dejaba ir escribía indefectiblemente sobre la muerte, cómo no, pero en su afán de jugar al despiste y acallar las críticas, desempolvó y presentó viejos textos, algo más luminosos, a los que hizo un ligero lavado de cara. Una pequeña traición a sus fans en aras de la normalidad, aunque le era imposible olvidar que las cosas no eran normales. 

El tiempo pasaba y la escritora, cada vez más apática respecto a la que había sido la pasión de su vida, sentía que todas sus musas habían desertado, que sus historias habían renunciado a todo argumento y que el cursor parpadeando en la blanca pantalla de ordenador ya no era un reto, sino un dedo acusador que señalaba directo a su corazón. Se le hacía imposible enfrentarse a él y optó por no seguir intentándolo. Los días de silencio creativo y las noches de insomnio se acumulaban y terminaron por formar un montón imposible de esconder bajo la almohada. Seguramente había llegado el momento de seguir el consejo de su editor y de su propio marido: debía buscar ayuda profesional. Pero Sabrina se negaba tozuda, no pensaba volver a hablar con nadie del vacío diminuto y sin embargo inmenso de su vientre. El médico querría hacerle preguntas y no tenía intención de mencionar en voz alta nunca más el nombre del hijo que había perdido. Era su forma de preservarle de toda clase de muerte, de evitar que se contaminara de realidad. 

Sin embargo, al cabo de unos cuantos meses y cuando ya todos la daban por perdida como escritora, unas risas infantiles despertaron a Sabrina en plena noche. Lo achacó al efecto decreciente de sus somníferos, largamente usados, pero eran unas risas tan cautivadoras que, lejos de enfadarse, se deleitó oyéndolas. Cuando cesaron volvió a dormirse sin problema. A la mañana siguiente no supo decir si habían sido realidad o solo un sueño; el caso es que se sintió, por primera vez en mucho tiempo, descansada. Adivinó que solo estaban en su cabeza cuando el extraño suceso se repitió las noches siguientes, siempre a la misma hora, siempre con los mismos efectos reconfortantes. Si esos gorjeos de bebé eran un mensaje, no entendía el significado, pero los enfrentó de la única forma que sabía, sentándose delante de su ordenador y tecleando. 

Sabrina escribió sin parar por días, hasta que terminó la historia de aquel niño que visitaba sus noches y cuyo nombre no había querido mencionar nunca para extraños. Le había dado una vida de papel y con ello se había vaciado al fin de todo lo que su torturado interior acumulaba, de su pena y su desánimo. Por fin superó el bloqueo. Las letras le habían devuelto la paz y le habían concedido alumbrar el que sería el mayor éxito de su carrera literaria. 

Era pronto para saberlo, pero un nuevo hijo habitaba su cuerpo.

Julia C.