jueves, 23 de noviembre de 2017

Cita a ciegas (II)


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Andrés encontró la nota junto a la caja de los cereales que desayunaba cada mañana; ella ya se había marchado al trabajo. Leyó atento el mensaje escrito con caligrafía puntiaguda e inclinada inconfundiblemente a la derecha y no pudo evitar el placentero escalofrío que le recorrió la espalda. Como el gato goloso que era en todo cuanto tenía que ver con Mirella, se relamió de anticipación. Dobló nuevamente el papelito perfumado color salmón, lo guardó en su maletín y se sirvió una ración de trigo en el bol. No tenía un espejo a mano, pero imaginaba su sonrisa boba como si la estuviera viendo.

Ese día cumplía años, cincuenta para ser exactos, y lejos de pasar el día dándole vueltas a lo que suponía alcanzar una nueva década, ella se había encargado de que tuviera la cabeza ocupada con algo mucho más edificante y divertido. Realmente su mujer era única organizando sorpresas. Mucho le iba a costar estar a la altura cuando llegara el momento de corresponder, serio de naturaleza y poco imaginativo como era, pero ya pensaría en eso cuando tocara. ¡Hoy era su día y le habían propuesto una cita romántica! 

“Buenos días, amor, ¡y feliz cumpleaños!

Tengo un regalo para ti; te lo daré esta noche en el hotel Baviera, habitación 505, a las 21:00 h. Las vistas a la bahía son espectaculares, ya lo comprobarás. Ponte cómodo, sírvete una copa y espera. En recepción te darán la llave sin problemas, he dejado instrucciones.

¿Recuerdas cuando éramos novios y jugábamos a que nos encontrábamos por la calle después de años de no vernos? Así podíamos ser quienes quisiéramos, inventar mil y una vidas, sorprendernos mutuamente, tener muchos primeros encuentros llenos de expectación. Después jamás hablábamos de aquellas citas locas, de aquellas tardes de risas y sábanas revueltas; era como si no hubieran existido nunca. Y volvíamos a nuestra vida en común plena, llena de secretos cómplices.

Espero que aún te guste jugar… y no olvides respetar las normas. Lo que pase en el hotel Baviera esta noche, será uno de esos secretos compartidos de los que no hablaremos nunca. 

¡Hasta la noche! 

Te quiero.
Mirella”

Había sido una jornada de trabajo endemoniada, de ésas que acaban con el buen humor y la paciencia de cualquiera, pero a Andrés se le había hecho un paseo. Él tenía un antídoto al desánimo ese día y cuando al fin se acomodó en la suite, sentado frente al ventanal copa en mano, casi se notaba levitar. “Al cuerno el jefe y al cuerno los clientes. ¡Por otras cincuenta noches como la que me espera hoy!”. Al tiempo que echaba el último trago, excitado como si tuviera veinte años, Naisha usaba su llave para abrir la puerta de la habitación. 

En un principio pensó que aquella mujer, por alguna extraña razón, se había equivocado de suite y había logrado abrirla. Fue muy embarazoso para él pedirle explicaciones, pero bastó que ella le entregara otra nota de la propia Mirella para silenciarle en el acto.

“Querido mío:

Jamás me has devuelto un regalo en todos estos años, pero para todo hay una primera vez. Siéntete libre de ser quien quieras y hacer lo que realmente desees, incluso volver a casa en este preciso instante. Naisha lo comprenderá y yo estaré esperándote, como siempre.

Solo puedo decirte que si te quedas a disfrutar de la velada y te tomas la molestia de quitar el envoltorio al regalo, te gustará lo que hay debajo. Lo elegí especialmente pensando en ti.

Con todo mi amor,
Mirella.”



Andrés levantó la vista y encontró frente a sí un par de ojos color ámbar que le observaban con una pizca de coquetería, como retándole. El maquillaje los hacía parecer profundos, casi hipnóticos. No atinaba a decir nada, bloqueado como estaba tratando de asimilar la situación, hasta que ella le devolvió a la realidad con un gesto de la mano que hizo tintinear sus pulseras.  

¿Y si cenamos, Andrés? Conozco personalmente al chef del hotel y te aseguro que es brillante. Está todo dispuesto.

Sí… sí, claro… como tú quieras ¿Qué otra cosa podría haber dicho sin resultar grosero? Además, ella parecía tan segura, tan solícita, y él comenzaba a estar tan hambirento… 

Naisha sonrió y se giró con desenvoltura en dirección al teléfono para pedir que subieran la cena. Contaba con que Andrés la observara detenidamente mientras le daba la espalda, así que caminó despacio sobre sus sandalias de tacón vertiginoso. Más parecía una gata que una mujer. La abundante melena negra, recogida a un lado de la cabeza con un pasador de fantasía, dejaba al descubierto un hombro perfecto de reflejos nacarados a la luz de la lamparita. Sin duda sabía lo que se hacía, porque a esas alturas Andrés apenas si era ya capaz de ver otra cosa que no fueran sus curvas sinuosas enfundadas en el vestido azul tinta que había elegido para la ocasión. 

Se guardó en el bolsillo la nota de Mirella y se acercó al amplio ventanal para correr de nuevo las cortinas. Estaba seguro de que su hambre no se saciaría solo con comida. 

Julia C.

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