martes, 10 de octubre de 2017

Una mujer desnuda



Compareces ante mí desnuda, con el alma arrugada y un frío desconocido anidando en tus entrañas. Nunca te había visto tan vulnerable; creo que es la duda. Y no vienes a pedir clemencia, aunque estás vencida; en un puro alarde de sinrazón vienes a reclamar. Nunca te creí capaz de tal desfachatez.

Ya no tienes voz, dices que se te hizo nudo con la primera mentira que me lanzaste, con la primera traición de tus labios, y dices que lo aceptas, pero aún te queda algo de aquella mirada fiera que tanto admiré de ti y con ella me hablas. Pides con firmeza, casi con altanería, los besos que aún te debo, las caricias que llevan tu nombre y que no pueden ser para ninguna otra, las noches de lascivia que quedaron pendientes. 

Sabes que soy débil, que no he podido dejar de quererte por más que te odie, y juegas la última carta, tu cuerpo, para ver si ganas la mano y mi perdón. ¿Dónde está él ahora? ¿Ya no anda tejido a tu alma casquivana pervirtiendo felicidades ajenas? ¿No te acompaña en este trance difícil de ajustar viejas cuentas a la fidelidad?

Alargas cauta la mano para acariciar mi rostro y yo sigo viendo tu boca carnosa temblar aunque cierre los ojos. El deseo también me traiciona, como hiciste tú, pero a pesar de todo resisto y aún no te abrazo. Quiero oírte decir que te equivocaste, que él no ha significado nada, que se terminó hace tiempo porque me echas de menos a morir. Son palabras gastadas y viejas como el mundo, ya lo sé; sin embargo alivian a los leprosos de amor y les sostienen la esperanza pegada a la carne un poco más. Todo está en creer, y yo soy un enfermo que quiere creer. ¿No merezco al menos algunas mentiras que pongan a salvo mi maltrecho orgullo? Pero tú nunca fuiste de ésas: tú no haces concesiones ni tomas rehenes en las guerras del día a día. 

Das otro paso hacia mí, no sé si valiente o temeraria, y la distancia que nos separa se funde líquida por la tibieza que desprende el sol de tu vientre. El efecto no se hace esperar: tu olor me golpea en el recuerdo como un puño de acero, tu desnudez cosquillea dolorosamente cada una de mis terminaciones nerviosas. Levantas la cabeza y vuelves a retarme en el silencio atronador que nos envuelve. 

Es la hora: yo debo elegir si concederte el indulto que no me has pedido y tomarte o perder para siempre la parte de mí que te llevarás si te marchas. 

Julia C.

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