domingo, 12 de febrero de 2017

La adopción



Siempre tuvo la sensación de que el agua se llevaba sus pecados y aligeraba el peso de su conciencia. Quizás fuera porque se llevaba también los restos de sangre que manchaban su piel.

Descubrir que la muerte ajena le proporcionaba tanto placer fue una turbadora revelación a la que se resistió cuanto pudo, pero ¿quién puede anular su propia naturaleza a fuerza de disciplina y voluntad tan solo? Nadie, o al menos no para siempre.

En su mente procuraba, eso sí, que las muertes no fueran indiscriminadas, dotarlas de algún sentido por pequeño que fuese. La mayor parte de las veces no lo lograba y tenía que admitir con cierto disgusto que no había más razón que su capricho. Porque la habían mirado con miedo, porque no lo habían hecho, porque parecían intolerablemente felices, porque era mejor extinguir de raíz su insulsa tristeza; cualquier excusa valía. Después acallaba sus escasos remordimientos con una exhaustiva ducha y dejaba que el purificador chorro de agua la devolviera sin mácula a la realidad, muy lejos de sentirse el monstruo que en la prensa describían.

Pero en toda existencia, por pervertida y dañina que sea, puede haber un poco de luz. Y esta llegó en forma de rosada carne infantil a la vida de Tula. ¿Cómo era posible que aquella criatura no hubiera llorado mientras ella hacía brotar a borbotones la sangre del cuerpo de su madre? ¿Cómo era posible que los alaridos de pavor de su víctima no le hubieran provocado el llanto, ni tan siquiera un quejido? Lo tomó como una señal.  

Tula decidió llevarse a la niña consigo. Llena repentinamente de ilusión y de proyectos para un futuro menos solitario y más generoso, vio la oportunidad de redimirse en parte. Se prometió que le daría a la pequeña lo mejor de sí: la enseñaría a ser una asesina que nunca pisara la cárcel.

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Alma no había llorado en aquella ocasión ni lo haría nunca: era sordomuda. Tal circunstancia, en principio, fue una decepción para su mentora, pero luego consideró que superar aquella contrariedad supondría un reto aún mayor, y a ella le gustaban los retos. También el silencio. Además, dado el oficio que pretendía enseñarle, quizás pudiera convertir su tara en una ventaja.

La niña recibió su primer cuchillo como regalo de aniversario al cumplir los quince años. Tula no pretendía que lo usara aún con ninguna persona, quería ser paciente y hacer bien las cosas, pero era importante que se familiarizara con su peso, su tacto, su tamaño. La destreza era fundamental a la hora de sorprender a la víctima y privarla de la oportunidad de gritar. Alma se mostró entusiasmada de tener su propia arma y salieron a por algunos gatos callejeros para estrenarla como era debido. Fue una fiesta de cumpleaños inolvidable que terminó con una ducha bien caliente antes de irse a la cama y plácidos sueños de animales mutilados. Sí, también eso se lo había inculcado su madre adoptiva, el gusto por el agua como forma de exculpación.

La “puesta de largo” oficial tuvo lugar a los dieciocho. La joven estaba bien adiestrada y ardía en deseos de acompañar a su madre en sus “juegos”, como eufemísticamente denominaban ellas los crímenes de Tula. Hasta ese momento solo conocía sus andanzas por las historias que le contaba después. La asesina se extendía prolijamente con los detalles, llena de emoción, como quien imparte una clase magistral. Pero a Alma todas aquellas explicaciones se le antojaban tediosas y faltas de color. Ambas dominaban con soltura el lenguaje de los signos, pero aun así sentía que no podría compartir plenamente el sentimiento hasta que no lo viera con sus propios ojos y lo hiciera con sus propias manos. Estaba impaciente.

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Todo fue bien, destriparon a aquel banquero gordo y rubicundo con deleite, disfrutando cada segundo. No tenían miedo a ensuciarse con la sangre o las vísceras, ya tomarían un baño después, y disfrutar de aquella tibieza que se extinguía por obra y gracia de sus cuchillos las acercaba al éxtasis.

Aquel acto fue una verdadera comunión entre madre e hija, la culminación de un proceso lento y retorcido en el que el sufrimiento y la muerte de otro selló definitivamente su complicidad y su mutuo amor. Alma estaba agradecida por la oportunidad, se sentía plena y decidió que ella también le haría un regalo a su madre esa noche.

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Tula dormía y no tuvo tiempo de reaccionar. Con un movimiento rápido y certero, como le habían enseñado, Alma le seccionó a su madre la lengua de un tajo. Después le sonrió, le acarició la mejilla cubierta de sangre y fue a dormir. Ni siquiera sintió ganas de tomar una ducha.

Ya había entregado su regalo, el silencio absoluto y exquisito en el que ella vivía desde siempre.   

Julia C.

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