jueves, 25 de junio de 2015

Historias ficticias de gente corriente - Remendando corduras (V)



Parte V – Remendando corduras

Giselle y Marisa

La sorpresa pudo más que una vida de experiencia y no supo reaccionar a tiempo. Sin saber cómo los cálidos y sonrosados labios de Giselle se posaron sobre los suyos en un beso que nada tenía de tímido. No es que fuera posesivo ni intimidatorio, pero sí decidido; también placentero, para qué negarlo.

Su primer impulso fue rechazarla, apartar de sí aquel aliento perfumado y dulce, aquella suavidad que la retrotraía a un periodo de su vida en que las ganas de experimentar no encontraban cortapisas. Y en honor a aquellos días de juventud y aprendizaje en que hubiera sido capaz de saltar sin red desde lo más alto, se contuvo y la dejó hacer.

Los labios y las manos de Giselle viajaban ligeros de equipaje por su cuerpo y ni la culpabilidad ni otras incómodas consideraciones sociales parecían afectarle. Con la maestría que el deseo confiere a quien conoce a la perfección los resortes del cuerpo que conquista, fue desmadejando suspiros, erizamientos de la piel y ganas insospechadas.

En cierto momento Marisa se rindió por completo y dejó de pensar, vencida al fin por las maravillosas sensaciones que cada uno de sus receptores nerviosos, recién despertados, le regalaba. Se dedicó a sentir y a corresponder como mejor sabía a aquel regalo inesperado que su joven amiga le hacía. El velo oscuro que momentos antes turbara su paz había desaparecido por completo y el calor corrosivo de su estómago se había tornado en otro tipo de ardor mucho más colorido y placentero.

Entre caricias y gozosos descubrimientos los minutos fueron deslizándose silenciosos a su alrededor. Parecían no querer despertar al reloj de la realidad, que sin duda se había detenido para ser su cómplice aquella noche. Pero el encantamiento quedó roto cuando Giselle intentó soltar el broche que sujetaba el único tirante del vestido de su compañera de juegos. Entonces Marisa retornó bruscamente de su maravillosa ensoñación y fue consciente de que no podían continuar en aquel salón, expuestas a la vista de cualquier invitado rezagado. Dudó unos instantes mientras impedía con dulzura la atrevida maniobra de Giselle y después se puso en pie. Tomándola de la mano la condujo escaleras arriba, hacia su dormitorio.

Roberto

La madrugada estaba bien consolidada cuando cerró la puerta de entrada con el mayor sigilo posible. Era obvio que la fiesta había terminado y que el servicio se había retirado, pero sin duda Marisa lo estaría esperando. Se dirigió al dormitorio pensando que le aguardaban un millón de reproches airados y un mar de llanto histérico, por eso quedó totalmente paralizado ante la visión.

La cama era puro oleaje de sábanas blancas rompiendo con acogedor mimo sobre sonrosadas curvas de piel rosada; las melenas deshechas en ondas oro y azabache se derramaban sin pudor sobre la almohada y mezclaban mechones en delicioso contraste; sobre la quietud del sueño apacible de aquellas mujeres flotaba, casi tangible, el dulce aroma del deseo colmado.

Tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta y respirar profundo para sobreponerse. No era capaz de discernir si entre sus sentimientos predominaba el deseo más atroz que nunca hubiera experimentado o el más lacerante dolor al sentirse traicionado. Quizás hubiera podido permanecer como perplejo espectador de aquella estampa el resto de la noche, pero en aquel momento Giselle fue consciente de su presencia y, leyendo en su rostro, comprendió que era la oportunidad para arreglar la situación con su querido amigo.

Roberto, Giselle y Marisa

La joven se levantó del lecho con estudiada parsimonia y, siempre atenta a la reacción de Roberto, exhibió ante sus ojos su menudo y hermoso cuerpo. Después, con pasmosa naturalidad, borró la distancia que los separaba mientras contorneaba sinuosa las caderas. Roberto intentó hablar, aunque no sabía muy bien qué iba a decir, pero ella selló dulcemente sus labios con el índice garantizando así el balsámico silencio que los tres necesitaban y que ayudaría a curar las heridas que arañaban sus corazones. Estaba segura de que no existían palabras en el mundo que pudieran ser más elocuentes y conciliadoras que aquel silencio. Y así, en silencio, es como lo desvistió y lo condujo a la cama junto a una Marisa que los observaba desperezándose sonriente.

El amanecer los pilló desprevenidos, exhaustos, y pareciera que todo ese cansancio hubiese limpiado por completo resquemores, infelicidad o dolor. La balanza de nuevo estaba equilibrada.

La vida

Giselle se convirtió en asidua invitada de la casa mientras estuvo en España. Roberto y ella continuaron siendo los mejores amigos del mundo durante ese tiempo, y si él rememoraba alguna vez en soledad la noche en que pudo amarla sin trabas, no lo mencionó nunca. Tampoco ella.

Los encuentros con Marisa, sin embargo, tenían un cariz bien diferente, aunque acordaron ser siempre discretas para no herir a Roberto. Cuando la joven dejó España Marisa prometió visitarla siempre que fuera posible y ella lo deseara.

Por su parte Marisa cumplió su parte del acuerdo hasta el final, e incluso usó sus contactos para ayudar a Roberto a encontrar su primer empleo una vez que acabó la carrera. El se había convertido en un abogado capaz que a no mucho tardar escalaría posiciones por méritos propios, no le cabía duda. Si hubo alguna otra mujer en su vida durante el periodo en que fue su “anfitriona”, ella no llegó a saberlo. Esa era una lección que habían aprendido bien.

Fin

Julia C. 

Código de registro: 1506254445851
Fecha de registro: 25-jun-2015 10:00 UTC
Licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 

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