domingo, 11 de enero de 2015

Adela y la luz






Al fin decidió descorrer las pesadas cortinas y dejar entrar la luz del sol. Marcelino siempre había odiado la claridad y lo amarillo de los días radiantes, e incluso llegó a inventar una extraña alergia para salirse con la suya y mantener la casa en perpetua penumbra. Adela casi era capaz de recordar ese detalle con nostalgia ahora, aunque en su momento la sacara de quicio y la hiciera tan infeliz. Contenta como una niña de estreno se deleitó con las vistas desde su pequeño balcón, ahora que no lo tenía prohibido, y dejó que el rectángulo celeste salpicado de algodón que podía divisar le contrajera, luminoso, las pupilas.



Después volvió la cabeza distraídamente mientras hacía girar su alianza en el escuálido anular de la mano derecha y posó los ojos sobre el cadáver. No parecía tan fuera de lugar allí tendido, descansando cuan largo era su cuerpo, sobre la mesa de la cocina. Sí, era una buena mesa, aunque en ella hubieran compartido tantos desayunos amargos y silenciosos, rotos por dentro como tazas de porcelana después de una mudanza, rumiando rencores y soledad para comenzar el día. Parecía el sitio perfecto para que el pobre Marcelino reposara en aquellas horas confusas pero alegres. Bueno, alegres para ella. Marcelino ya no sentía nada.



Quiso hacer algo práctico y humedeció un trapo con el que limpiar los regueros de espuma blanca que le caían al muerto por las comisuras de la boca. Ay Marcelino, le dijo, si me hubieras besado más y me hubieras insultado menos con esta boca, a lo mejor no te verías así. Después le quitó la prótesis de la pierna con un ligero forcejeo y poca maña. El chirrido de los tornillos le recordó su voz aguda y perforante quejándose siempre del dolor y renunciando malhumorado a los calmantes. Ay Marcelino, volvió a pensar en voz alta, si me hubieras dejado ayudarte antes, no habría tenido que hacerlo ahora. Y rió ante el uso claramente irónico de la palabra que había empleado. Ayudar, qué gracia.



Adela no estaba acostumbrada a reír, como a muchos otros pequeños placeres de la vida, por eso casi se le cuartea la piel de los labios con aquella carcajada. Me está bien empleado por indecorosa, por mala. Con el pobre Marcelino aquí presente y tan muertecito. Pero no pudo evitar volver a reír. Después de todo de qué iba a servir guardar las apariencias si aún no había nadie más para ver la escena. Ea, ahora ya no te duele, ya no tendrás que llevar más este dichoso cacharro, que para lo que te servía. Y le pasó la mano por la frente con la compasión generosa de quien sabe que su torturador ha perdido para siempre el poder.



Minutos después llegaron los timbrazos destemplados, urgentes, y los rudos puñetazos en la puerta de la calle. No pudo evitar sobresaltarse aunque los esperara. Vaya, qué rápidos son estos chicos de la policía cuando les dices que has envenenado a alguien, pensó con un talante mordaz recién estrenado, igual que su libertad. Adela volvió a reír mientras se pasaba las manos por el pelo para comprobar que su moño gris estuviera bien tirante y fue a abrir la puerta…


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