sábado, 6 de septiembre de 2014

El otro amante





Era un amante excepcional, meticuloso y entregado. Añadiría que también pulcro, si así se puede ser en estos menesteres. Dominaba a la perfección lo que ya sabía, pero tampoco había perdido el afán por aprender y perfeccionarse, por “conocer más” en el amplio sentido de la palabra. La única pega es que no era mi amante, sino el más rendido y prendado amante de las palabras. Me consuelo pensando que hay peores objetos de deseo para un hombre y pocos rivales menos dignos para una mujer.


Sesudo como era, se entregaba con escasa frecuencia  a la risa y la conversación intrascendente, esa que tanto relaja y tan amablemente llena los resquicios del tiempo cuando se está cansado después de un día largo. Aun así, en ocasiones, conseguía llevarle a mi terreno y parecía olvidar por un rato la pesada carga que sin duda él sentía sobre los hombros. Entonces, como a un niño al que hay que motivar, yo le hacía pequeños regalos. 


Le traía palabras preciosas como raras piedras, o musicales hasta el punto de cosquillear el paladar; o palabras en desuso que encontré rebuscando en algún baúl del tiempo, complicadas hasta rozar el sinsentido, o sencillamente palabras  inventadas por mí para su diversión y la mía. Si estaba de humor y se prestaba, jugábamos a las caricias del sonido al pronunciar, a deleitarnos con vocablos esbeltos y elegantes como de pasarela, a los sentidos escondidos entre los pliegues de las letras encadenadas, a las confusiones del lenguaje que solo desde el cariño se pueden provocar y después esclarecer. Puede parecer absurdo, pero compartir estos ratos con él resultaba tremendamente erótico…


Después, como llamándose a sí mismo al orden, volvía a ser él con todas las consecuencias y la magia se desvanecía. El retornaba al ceño que yo adivinaba fruncido, porque no nos veíamos las caras, y yo a la prudente distancia. Siempre he preferido que me echen de menos a que me echen de más. 


Guardo buenos recuerdos de aquella época, y sin duda aprendí muchas cosas extremadamente útiles que nunca necesitaré poner en práctica. Aún así no las cambio por aquel beso fraguado a fuego lento que tardó años en llegar o aquellas caricias apresuradas e incendiarias, como si el tiempo del Universo fuera a agotarse, que en cierta ocasión me dedicó. Resultó que de tanto desearle me había vuelto inmune a las vulgaridades de la piel. 


Contradicciones de andar en tratos con un amante de las palabras…

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